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Tinte de oro. El tardío sol del atardecer, en el Oriente boliviano, tiñe la fachada de la iglesia de la Concepción. Casa de Dios y Puerta del Cielo. Se impone una inmensa tonalidad ocre. El color de sus entrañas, la madre tierra, lo inunda todo. Las ilustraciones naïf que adornan sus paredes. La madera centenaria de campanarios y miradores, los atrios, las columnas salomónicas, los retablos, las imágenes. Todo. Amarillo, rojo cobre y negro. Sinfonía y mezcla de colores extraídos de resinas, tierra roja y del termitero. Todo se viste con un manto inmenso de miel.

Los templos barrocos de las Misiones Jesuíticas, en las llanuras de la Chiquitania, crecen en aquella región boliviana que domina la insurgente capital de Santa Cruz de la Sierra. San Javier, Concepción, San Ignacio de Velasco, Santa Ana, San Miguel, San Rafael y San José de Chiquitos son pequeños enclaves nacidos alrededor de la iglesia comunitaria, fundados por los sucesores de Ignacio de Loyola y que ahora UNESCO ha declarado Patrimonio de la Humanidad.

La música sobresale en la vida indígena. La música con función pedagógica. Cada año se celebra el Festival de Música Barroca. Grupos de jóvenes guaraníes, formados en escuelas, parecen emular la música que emana del oboe del padre Gabriel, en la película “la Misión”, epopeya en la que Jeremy Irons nos descubre una manera diferente de conquistar el mundo. Los jóvenes interpretan las viejas partituras, de origen anónimo, que llenan su autóctono tesoro musical. La música es su vida y su paz. Y su esperanza.

Siglos XVI y XVII. España está extendiendo su interminable imperio militar. Si el soldado extremeño conquistaba espada en mano, los miembros de la Compañía de Jesús optaban por un método más sutil: creando las reducciones jesuíticas, un espacio de fe, convivencia y cultura, donde el indígena era tratado con dignidad, en la búsqueda de “La ciudad de Dios”. La utopía, el paraíso en la tierra.

Las poblaciones guaraníes aprendieron la lengua extranjera recien llegada, se iniciaron en una fe religiosa extranjera, adquirieron conocimiento en técnicas de cultivo y en nuevos oficios artesanales y desarrollaron modelos de gestión cooperativista. Los Jesuitas impusieron un régimen de vida, basado en la convivencia y el respeto, que escapaba al concepto de imperio duro. Un conflicto entre dos visiones: la colonización sangrienta aplicada por los conquistadores y la organización comunitaria, respetuosa con la cultura indígena, alentada por los Jesuitas, hombres cultos y de culto, hasta que fueron expulsados por Carlos III en el siglo XVIII. Hoy, siglos después, el mundo ha cambiado y reniega de la fuerza de los mercenarios y admira la solidaridad de los cooperantes. El tiempo se ha empeñado en dar la razón a los Jesuitas. Gracias a Dios. (www.serculoinquieto.com)