El bocata de calamares es un producto genuino de Madrid. Tan popular como el cocido, los callos, los churros o las porras que pasan por ser sus más destacadas aportaciones gastronómicas. Para comer el mejor bocata de calamares no hay que caminar mucho, en la Glorieta de Embajadores: a pocos metros de la estación del AVE de Atocha, del Museo Reina Sofia, en las proximidades del Barrio de las Letras, en el Paseo del Arte, del Museo del Prado y de CaixaForum, del ferroviario Hotel Mediodía y a la sombra del frondoso Retiro. No tiene pérdida. Es muy fácil toparse con el popular “Bar Brillante” que anuncia a bombo y platillo que ofrece el mejor bocata de calamares.
En este caso, la publicidad no engaña. Se trata de un bocadillo de pan jugoso, de unos 18-20 centímetros que acoge en su interior 8/9 anillas de calamar, bien rebozadas con harina y levadura, de frito crujiente y poco aceitoso porque ahí está el riesgo cuando se trata el producto con poca amabilidad. A su gusto, añadirle salsa mayonesa. Su origen tiene que ver con la tradición católica: durante la Cuaresma o los viernes de vigilia, el calamar se abrió paso sustituyendo a carnes y embutidos para así poder cumplir con el deber cristiano de la abstinencia en tiempos de recogimiento. Otros creen que se trata de la influencia de la cocina andaluza, magistral guía de fritos y pescaíto.
“El Brillante”, que ya va a entrar en la setentena, es un establecimiento espacioso, donde los camareros cantan la comanda a viva voz y se replica con el popular “oidooo, barra”. El suelo luce trufado de papeles y servilletas esperando un barrido urgente. Cuenta con un buen plantel de camareros y se disfruta de una interminable y vital terraza. “El Brillante” tiene vida propia todas las horas del día y es el bar donde se refugian los mil y un manifestantes que llegan desde la Cibeles, siendo también tierra de acogida para viajeros somnolientos que llegaron en ferrocarril.
Recientemente “El Brillante” fue noticia en los periódicos, aunque lamentablemente fuera por una hecho doloroso que nada tiene que ver con la gastronomía. El dueño, Alfredo Rodríguez Villa, de 68 años, decidió quitarse la vida, agobiado por la situación económica derivada de la pandemia y el confinamiento. Deudas, depresión y una pistola fue el trágico final del dueño del bar “El Brillante”, donde se sigue ofreciendo el mejor bocadillo de calamares de Madrid. El mejor homenaje a la memoria del hostelero. www.serculoinquieto.com